LA NECESIDAD DE LO INMORAL E INDESEABLE

La mentira es necesaria. Los gobiernos no pueden vivir sin ella. Para crear derecho o ir a la guerra, los líderes no necesitan tener razón, solo la autoridad que sostienen con palabras que tanto pueden decir verdades como mentira.

Los gobiernos, igual que nosotros, necesitan, muchas veces, lo indeseable. No es fácil desprenderse de lo útil, aunque sea inmoral. A cuántos líderes democráticos, por ejemplo, hemos visto saludar a dictadores sanguinarios.

La publicidad y la propaganda maquillan lo que es preferible mantener oculto. Por eso, la palabra es la herramienta principal del poder. Lo justifica todo y, además, permite pasar a la acción. La palabra nos moviliza, nos sitúa en el lado bueno y nos invita a luchar contra el enemigo, sea real o inventado.

La efectividad política de la palabra aumenta con la simplicidad. Gana impulso con el tópico y la cháchara. La complejidad de los matices, sin embargo, la desactiva. Nadie va al combate cargado de matices. El hombre de acción solo necesita convicciones, aunque sean contradictorias. Con ellas se presenta a filas, dispuesto a purificar a tiros el aire viciado por la complejidad.

La política, más inclinada a la acción que a la reflexión, más cerca del combate que de la diplomacia, se alimenta del espectáculo y la palabrería. El periodismo de masas la ayuda. Reacio a profundizar, facilita el entretenimiento, la satisfacción inmediata, la amnesia y el olvido.

El periodista y el político pueden justificar una guerra sin apenas argumentos y, menos aún, pruebas irrefutables de la causa. Fue así cómo Estados Unidos invadió Irak en el 2003, con mentiras fabricadas y exhibidas como verdades ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Hay muchos casos similares.

La mentira es necesaria. Los gobiernos no pueden vivir sin ella. Para crear derecho o ir a la guerra no necesitan tener razón, solo la autoridad que sostienen con verdades y mentiras.

También la necesitan los candidatos. Las mentiras aguantan a Trump en los sondeos y a Harris en las arenas movedizas de su partido.

Bill Clinton dijo esta semana en la convención de Chicago que Biden renunció voluntariamente a un segundo mandato cuando sabemos que Nancy Pelosi lideró la carga de notables que lo tumbó. Biden no se fue, lo echaron Pelosi, los Clinton, los Obama y otros pesos pesados.

Estos patriarcas del partido podrían haber reconocido que era necesario noquearlo para frenar a Trump, pero la sinceridad suele ser fea y una campaña, sobre todo la de Harris, ha de ser bonita y positiva. Necesita reír mucho para poner en evidencia el egocentrismo infantil, antipático y belicoso de su rival republicano.

Harris y Walz ríen en TikTok, la plataforma china que decidirá la presidencia de EE.UU.

Harris y Walz ríen en TikTok, la plataforma china que decidirá estas elecciones. Rebosa en la palabrería semántica y visual que tanto gusta a la política contemporánea. El postureo es allí más joven, campechano y divertido, mejor reflejo del ciudadano común, elector en manos de un algoritmo que intenta idiotizarlo.

TikTok pertenece a ByteDance y la administración Biden la acusa de pasar datos de los usuarios al gobierno de Pekín. Le ha dado un año para que la venda a un comprador leal a Estados Unidos.

China, por tanto, puede estar espiando la campaña demócrata y si Harris llega a la presidencia es probable que deba cerrar la plataforma que hoy tanto necesita.

Los políticos suelen chapotear sobre estas incongruencias. A veces se llaman “alto el fuego” y otras, “concierto económico”. Son el reverso de la coherencia, lo necesario que incomoda, lo oculto que se maquilla.

John F. Kennedy, por ejemplo, uno de los presidentes más idolatrados, el líder que puso al hombre en la Luna y evitó la guerra atómica con la URSS a propósito de los misiles de Cuba, aceptó que la CIA participara en el secuestro y asesinato de Patrice Lumumba, primer ministro del Congo, en enero de 1961, porque era comunista y podía vender uranio a Moscú.

El Kennedy que puso al hombre en la Luna se manchó de sangre en el Congo

Elegido democráticamente, Lumumba simbolizaba el líder africano postcolonialista, un hombre al que Washington no podía controlar. Su captor y asesino, Moses Tshombe, jefe amoral de Katanga, la provincia más rica del Congo, acabó refugiado en España. Kennedy le pidió el favor a Franco, que aceptó para hacerse perdonar el fascismo. Cuando los norteamericanos pusieron en el poder a Mobutu Sese Seko, asesino y cleptócrata, arquetipo del dictador amigo, ya no necesitaron a Tshombe, que se pegaba la vida padre entre Madrid y Palma. Los británicos lo secuestraron con permiso de Franco y lo llevaron a Argel donde murió.

Quien más luchó por Lumumba y la integridad del Congo, es decir, para impedir que las potencias occidentales, sobre todo Bélgica, EE.UU. Francia y Gran Bretaña, saquearan las riquezas mineras de Katanga, fue el secretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld, fallecido en septiembre de 1961 cuando iba a negociar con Tshombe en Ndola, hoy Zambia. Su avión se estrelló poco antes de tomar tierra y la ONU no tiene dudas de que fue derribado en una operación secreta que facilitaron los norteamericanos y ejecutaron mercenarios belgas.

Dos meses después, Kennedy fue asesinado en Dallas, un magnicidio nunca aclarado porque hacerlo supondría una catarsis a la que ningún Estado está dispuesto.

Nadie quiere mirar en su interior. Le asusta lo que puede encontrar, los muertos, por ejemplo, en las guerras que instiga desde el lado bueno de la vida.

Es más fácil y más útil diseminar palabras publicitarias, pedir a la gente que lo de todo por su país y asegurarle que está vez sí que tendrá un líder mudo capaz de aliviar su dolor.

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