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El sueño acariciado por Emmanuel Macron en 2017, cuando se lanzó a la conquista del Elíseo, saltó anoche en mil pedazos. Tan solo siete años después de su primera victoria en las elecciones presidenciales francesas, el proyecto macronista de construir un nuevo espacio político liberal y europeísta hegemónico en Francia, entre la derecha conservadora y la izquierda, ha explotado en pleno vuelo. Macron podrá seguir como presidente de la República hasta el fin de su mandato en 2027 –a no ser que antes decida dar la espantada-, pero su movimiento ha quedado gravemente tocado, amenazado de disgregación.
El resultado de la primera vuelta de las elecciones legislativas de ayer, en la que la coalición presidencial Ensemble (Juntos) quedó en tercer lugar con el 20% de los votos, le condena a un papel subalterno, emparedado entre la extrema derecha del Reagrupamiento Nacional (34%), convertido en el nuevo referente del espacio conservador, y la coalición unitaria de izquierdas Nuevo Frente Popular (28%), que tiene por delante un complicado y tumultuoso trabajo de clarificación entre su alma socialdemócrata y el radicalismo de su ala más extremista.
Falta una semana para saber cómo quedará configurada la nueva Asamblea Nacional, cuya fragmentación podría colocar a Francia en una situación de ingobernabilidad inédita bajo la V República. El complejo sistema electoral francés –mayoritario, a doble vuelta y en circunscripciones unipersonales- hace muy difícil que la extrema derecha traduzca su ventaja de ayer en una mayoría absoluta parlamentaria, dado el fuerte movimiento que hay en su contra. Si tras la segunda vuelta no hay una mayoría clara, el presidente francés, haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales –que no son pocas-, podría optar por proponer un gobierno de transición, con un primer ministro de perfil técnico, apoyado por los sectores más moderados de cada campo. Una solución al estilo de la puesta en práctica en Italia entre 2021 y 2022 con Mario Draghi. Y, pasado el plazo de un año –antes, no puede-, convocar nuevas elecciones.
O eso, o nombrar jefe de gobierno al candidato del RN, Jordan Bardella, y lidiar con el que sería el cuarto periodo de cohabitación en Francia –con un presidente y un primer ministro de diferente color político- desde 1986. Un escenario problemático y presumiblemente convulso. Y no solo para Francia, sino también para Europa en su conjunto. La transformación de uno de los países puntales de la UE y motor de la construcción europea en un objetor euroescéptico –por mucha melonización que se le suponga a Marine Le Pen- tendría sin duda importantes consecuencias.
El filósofo Michel Onfray, en una entrevista con La Vanguardia, cree que si llegan al poder los antiguos frentistas acabarán amoldándose al marco económico-financiero comunitario como ha hecho la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, quien ha combinado pragmatismo en Bruselas con una agenda ultraconservadora en política interior. Pero aún habiendo abandonado en un cajón sus propuestas más antieuropeas, el acceso de la extrema derecha el gobierno en París sería todo menos inocuo para el proyecto europeo.
Emmanuel Macron tiene una gran responsabilidad personal en este fracaso. Y no solo por su apuesta suicida de disolver el Parlamento y convocar elecciones anticipadas sin necesidad -¡tenía tres años por delante!- como respuesta a su derrota en las europeas del 9-J. La pretensión de convertir los comicios en un combate de dos, en el que se atribuía el papel de baluarte frente a la extrema derecha, se estrelló contra la rápida –e inesperada- unión de toda la izquierda. Fue un gravísimo error de cálculo.
Pero ese no ha sido su peor pecado. Su mayor equivocación fue ignorar el aviso que recibió en las elecciones del 2022, cuando su partido perdió la mayoría absoluta, y seguir gobernando como un monarca absoluto, abusando hasta la extenuación de mecanismos constitucionales extraordinarios para aprobar leyes –como la de la reforma de las pensiones- por decreto. Egocéntrico y narcisista, confiando únicamente en su instinto y su excepcional capacidad intelectual –real, pero tampoco infalible-, no ha querido escuchar nada ni a nadie. Y él mismo ha preparado su desastre.
No todo se explica, sin embargo, por los desaciertos del presidente de la República. En el ascenso del voto de extrema derecha concurren múltiples factores. Hay una corriente general, común en los países occidentales desarrollados, de desconfianza y contestación al poder político establecido y a los consensos que han moldeado la política en las democracias liberales desde el hundimiento de la URSS y el bloque comunista. Las sociedades occidentales se han fracturado en dos. Por un lado, están las grandes concentraciones urbanas, conectadas con el mundo globalizado, con identidades multiculturales y nuevos valores sociales, donde se concentran la riqueza, la actividad económica y el empleo, las nuevas tecnologías y los servicios. Por otro, las zonas rurales y desindustrializadas, económica y demográficamente en declive. Entre ambas se ha abierto una brecha creciente a nivel económico, social… y también político.
En estos territorios, que podríamos considerar los damnificados de la mundialización, ha cuajado un sentimiento de exclusión y agravio, la sensación de haber sido abandonados por los poderes públicos. Son poblaciones que observan con desconfianza los cambios sociales y culturales, que se aferran a sus referentes identitarios y a la nostalgia de los viejos buenos tiempos. Es en este terreno abonado por el resentimiento donde ha arraigado lo que el politólogo Dominique Reynié ha bautizado como “populismo patrimonial”, que ofrece una defensa radical y conservadora del patrimonio material (el nivel de vida) e inmaterial (el estilo de vida). Aquí crece la extrema derecha. Son estos sectores los que en 2016 votaron el Brexit en el Reino Unido y auparon a Donald Trump en Estados Unidos (y quizá vuelvan a hacer ahora). Y fueron los chalecos amarillos franceses los que ya en el 2022 dieron el primer gran empujón a la extrema derecha, que vio multiplicar su representación parlamentaria.
En el caso de Francia, esta tendencia se ha agravado por los propios vicios del régimen de 1958. La V República fundada por el general De Gaulle, concebida para garantizar gobiernos estables, instauró un modelo presidencialista radical en el que el Parlamento tiene un papel secundario (elegido directamente por los ciudadanos, el presidente de la República concentra un poder político y ejecutivo sin parangón, y no está sujeto al control del poder legislativo) y un sistema electoral mayoritario que margina a las minorías. “Parlamentarismo racionalizado”, lo llaman. El resultado es un gravísimo déficit de representación política. Este sistema de poder vertical, agravado por el elitismo endogámico de la clase política parisina, muy alejada de la realidad social -de la que Macron es un exponente prototípico-, es el que ha entrado en crisis.
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