LA VIDA COTIDIANA EN LA ROMA DE NERóN

La vida cotidiana en la capital del Imperio romano fue muy diferente de la visión que han proyectado los péplums, esas películas ambientadas en la Antigüedad clásica. Gracias a las nuevas evidencias arqueológicas, epigráficas, numismáticas y nutricionales, en la actualidad empieza a conocerse cómo vivía la gente durante el mandato de Nerón.

No cabe duda de que la imagen de la sociedad romana ha estado condicionada por las habladurías y falacias transmitidas por los autores clásicos, algo que están corrigiendo algunos libros. El último de ellos, 24 horas en la Roma de Nerón (Crítica), obra del historiador Dimitri Tilloi-D’Ambrosi, informa de las características de las viviendas en el año 62, los platos que saboreaba la gente humilde, su forma de entender el sexo, el funcionamiento de las carreras de carros, el sorprendente auge de las librerías, el modus operandi de los lupanares o el riesgo de que el contenido de un orinal aterrizara en la cabeza de un sorprendido transeúnte.

Socializar en las letrinas

En el segundo tercio del siglo I, Roma fue la primera ciudad del mundo en alcanzar el millón de habitantes, un hito que no superaría ninguna otra urbe hasta el siglo XIX, cuando Pekín y Londres se sumaron a la lista.

Cuando Nerón accede al poder en 54 d. C., con diecisiete años, las calles del centro de Roma son estrechas y tortuosas, por la ausencia de un plan urbanístico global. Lejos de los espectaculares monumentos de mármol blanco, el paisaje está dominado por el ladrillo y la madera. En cuanto a las calles, la animación es permanente, noche y día. Los más ricos, tumbados en literas, tratan afanosamente de abrirse camino entre la multitud.

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El ruido es ensordecedor. Carros con las ruedas forradas de hierro resuenan sobre el empedrado de la calzada. El ruido no es la única fuente de molestias, puesto que hay que sumar los olores nauseabundos que emanan de las letrinas públicas.

Estas edificaciones son fácilmente identificables por sus banquetas provistas de agujeros donde se sientan los usuarios, lo que las convierte en un lugar de socialización. La mayoría de los inmuebles carecen de servicios esenciales. Por este motivo, las letrinas se construyen en los cascos históricos, para que el mayor número de habitantes pueda satisfacer sus necesidades. Para limpiarse, los usuarios tienen a su disposición una esponja colocada en el extremo de un palo (xylospongium), que se ha de enjuagar en el agua que fluye por una canaleta a los pies de las banquetas.

Un inmenso mercado

En verano, el calor es asfixiante, mientras que en invierno el habitáculo que sirve de vivienda se calienta con un brasero extremadamente peligroso. Las casas modestas están desprovistas de cristales, privilegio reservado a los hogares acomodados. El mobiliario es muy escaso: consiste en una cama, un baúl, una mesa y varias sillas. Así y todo, debido al elevado precio de los alquileres, es necesario disponer de unos ingresos mínimos para poder alojarse en estos apartamentos. Tanto es así que los muy pobres viven en la calle, incluso en las zonas de las necrópolis, entre las tumbas.

En el siglo I algunas fincas presentan ya una altura vertiginosa. Cicerón evoca unos apartamentos suspendidos en el aire, en tanto que el autor cristiano Tertuliano menciona edificios de hasta ocho pisos (aunque la legislación augustea había fijado el límite en 21 metros a comienzos del siglo I).

A vista de pájaro, Roma tiene el aspecto de un inmenso mercado, ya que los puestos ambulantes usurpan cualquier parcela de espacio disponible, sobre todo, en los alrededores del Foro. Junto a los comerciantes deambulan por los pórticos prestamistas que fían a quienes no tienen liquidez, abogados en busca de asuntos que defender, rétores dispuestos a redactar los discursos más sofisticados e incluso cocineros que presumen de su dominio del arte de Apicio, el célebre gastrónomo del reinado de Tiberio.

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En un principio, las tiendas se instalan en la planta baja de los inmuebles (insulae) y en la fachada de las viviendas. Al anochecer, los propietarios protegen sus mercancías mediante paneles deslizantes de madera que se cierran con cadenas.

Por lo que respecta al agua, hay nueve acueductos que surten a las numerosas fuentes que irrigan la urbe. Solamente una minoría tiene el agua a domicilio, gracias a canalizaciones de plomo enterradas.

El barrio de la Subura

A diferencia de la Roma monumental, la Subura es, entre todos los barrios romanos, el que mejor cristaliza los prejuicios de los autores de la época imperial. Recorrer sus calles podía ser arriesgado. Si uno se fía de Juvenal, parece que las agresiones eran frecuentes.

Para el pueblo llano, los momentos de asueto se disfrutan, en ocasiones, en el interior de las posadas, frecuentadas por una clientela muy poco recomendable. En general, los todopoderosos tienden a considerar a los posaderos como estafadores malintencionados. Según anota el médico Galeno, algunos, incluso, no dudan en servir carne humana, cuyo sabor es parecido a la del cerdo.

El poder desconfiaba de las posadas (especialmente, de las del barrio de Subura) por la posibilidad de que se urdieran planes sediciosos, aunque, a decir verdad, los clientes estaban más interesados en los resultados de la última carrera de carros que en las intrigas de palacio.

Estas carreras tienen lugar en el circo Máximo, un hipódromo situado en una ladera del Palatino. Los equipos de conductores se distinguen por un color, y los propios emperadores tienen sus preferencias, como Calígula, que apoya a los Verdes.

En torno a una copa de vino era habitual disputar una partida de dados (pero también a canicas y tabas). Un juego muy popular en las posadas era el de los ladrones (ludus latrunculorum); sobre un tablero de ajedrez los jugadores debían desplazar sus peones para eliminar los del adversario.

El placer de la carne

Además de las tabernas, estaban los lupanares (en latín, a una prostituta se la denomina lupa, loba). Autores clásicos como Marcial señalan que la prostitución, tanto femenina como masculina, estaba presente en casi cualquier barrio de la ciudad.

El hecho de frecuentar prostitutas estaba totalmente aceptado. Dicha actividad estaba contemplada por la ley, que definía como proxeneta a quienquiera que utilizara a sus esclavos para ofrecer relaciones sexuales tarifadas, sin estar forzosamente al frente de un local especializado.

Para un ciudadano casado, mantener relaciones con una prostituta no se consideraba adulterio, pues existía una profunda disimetría jurídica y social entre ambos individuos. En cambio, mantener relaciones con una mujer casada era altamente condenable. Asimismo, la bisexualidad estaba completamente tolerada en el caso de los varones. Eso sí, un hombre libre no debía ser penetrado y debía ejercer únicamente un papel activo.

Leer y comer

Lejos del tumulto de los teatros, el hipódromo y los lupanares, los romanos educados gustan de aprovechar el tiempo de otium para entregarse a los placeres de la lectura. La calle Zapateros, en la Subura, es famosa por sus numerosas librerías, donde se pueden encontrar las obras de Virgilio u Ovidio. Los libros se presentan en forma de rollos de papiro que se desenrollan y enrollan a medida que avanza la lectura.

El texto generalmente está copiado por esclavos especializados, los librarii. Entre amigos es habitual regalarse libros. Ahora bien, algunos autores poco escrupulosos, en busca de reconocimiento, no dudan en publicar sus libros con el nombre de escritores de prestigio para poder venderlos fácilmente. Tendrán que transcurrir muchos siglos hasta que se reconozca la propiedad intelectual.

Por lo que se refiere a la comida, la dieta suele estar compuesta de tres o cuatro comidas. El desayuno (ientaculum) y el almuerzo (prandium) destacan por su simplicidad: un trozo de pan, un plato de legumbres o, tal vez, una salazón, un trozo de queso y un poco de vino bastan para recuperar fuerzas hasta la comida principal, la cena. Los caldos son, probablemente, el plato más habitual entre el pueblo llano y, sobre todo en las posadas, donde se sirve el pulmentarium, un estofado de legumbres, en algunos casos, con carne.

¿Eran higiénicas las termas?

Avanzada la tarde, una muchedumbre se arremolina en las termas. Su función no se limita a los baños, ya que también constituyen un espacio de sociabilidad. En el año 62, Nerón hace construir un enorme complejo termal en el Campo de Marte, aunque habrá que esperar unos años para que esos baños sean accesibles al público.

El ambiente que reina en las termas es de lo más animado. Se entremezclan en ellas diferentes estamentos sociales, pese a que los más ricos disponen de baños privados. Los usuarios se dirigen, en primer lugar, hacia el vestuario, el apodyterium, donde hay dispuestos casilleros para depositar los efectos personales. En algunas instalaciones hay vigilantes, puesto que los robos no son raros.

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Al igual que en el gimnasio griego, en las termas los cuerpos están desnudos. Pero su carácter mixto no parece ser un obstáculo, al menos, hasta el reinado de Adriano (117-138 d. C.), que legisla sobre este tema.

Pese a su función presuntamente higiénica, la limpieza del agua es muchas veces más que dudosa. A ello hay que añadir la presencia de numerosas personas enfermas, a las que se les prescribían baños, y también de los residuos de aceite que flotaban en la superficie del agua.

Las termas son también escenario de desmanes, narrados, sobre todo, por Séneca. Muchos jóvenes romanos llegan ya ebrios de vino y después se pelean. El preceptor de Nerón afirma, con exageración, que algunos jóvenes han de ser evacuados en estado inconsciente.

En las termas también es posible comer platos sencillos, como demuestran las listas de alimentos de algunas inscripciones. Un grafito de Herculano menciona vino, manteca de cerdo, pan, carne, salchichas y nueces. En el Arte culinario de Apicio se detallan recetas destinadas a los baños, como albóndigas, sepias hervidas o erizos de mar, regados con garum, pimienta y especias.

Gracias a los dioses

Por lo demás, los generales vencedores tienen el hábito de agradecer las victorias construyendo nuevos santuarios a los dioses, pero la práctica religiosa incluye multitud de ritos dentro del propio hogar. En los altares domésticos es frecuente encontrar serpientes, ya que se hacen servir como amuletos para proteger contra el mal de ojo.

También se imploraba la benevolencia de los dioses en el momento de los esponsales (cuando la mujer desposada era peinada con seis trenzas diferentes adornadas con un velo rojo, el flammeum, del mismo modo que en el banquete se ofrecía un pastel de espelta a Júpiter). Incluso era habitual llevar encima filacterias, es decir, textos mágicos inscritos sobre metal o papiro para proteger de conjuros o para lanzar maldiciones sobre un adversario, en el caso de la defixio.

Algo que no le sirvió de nada a Nerón, que murió a los treinta años de edad, el 9 de junio del año 68, cuando intentaba huir.

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